Comentario
La tierra fue una posesión real cedida comedidamente como merced a los conquistadores, por temor a la formación de feudos, y a los Cabildos de las nuevas ciudades indianas para su distribución entre los vecinos. La Corona siguió detentando la propiedad de las tierras de los indios, en las que se establecieron encomiendas para evitar su enajenación. Nadie puso objeciones a esto pues no había especial apetencia de tierra. El español no deseaba transformarse en campesino, sino en señor, como hemos dicho, viviendo a costa del trabajo del indígena encomendado. En esta época hubo pocos litigios por tierras, pero infinitos por encomiendas. La situación cambió a mediados del siglo XVI, cuando empezó a disminuir alarmantemente la mano de obra encomendada, al tiempo que aparecieron las minas de plata y crecieron las ciudades. Producir alimentos se convirtió entonces en un buen negocio y muchos criollos demandaron tierra para ello. No la había, pues estaba ya repartida. Recurrieron a dos procedimientos: arrendar las tierras comunales de las ciudades, sirviéndose de un cargo o de un amigo en el Cabildo, o invadir las tierras de los indios (del Rey, en realidad), muchas de las cuales estaban prácticamente vacías a causa de la mortandad de naturales. A fines del siglo XVI, el problema era tan grave que indujo a las composiciones de tierras, una operación que consistió en otorgar título de propiedad a los ocupantes mediante el pago de una suma a la Real Hacienda. Hay que tener en cuenta que ésta, la hacienda del Rey, era en definitiva la legítima propietaria de la tierra invadida. El proceso se inició en 1591 pero tuvo menos éxito del esperado, ya que para los ocupantes representó un simple impuesto. Se dieron por ello infinidad de plazos para la legalización, especialmente en momentos de apuro económico de la Corona.
Junto a las composiciones de tierras se emprendió un reajuste territorial, con objeto de disponer de tierras vendibles. El rey reasumió la propiedad de todas aquellas que no tenían título legal (distintas de las de composición, que no tenían título alguno) y las dividió en tres lotes: uno para los cabildos, otro para los indígenas y el tercero para mercedes reales. De esta forma pudieron venderse algunas tierras (que compraron religiosos, vecinos de las ciudades y algunos mineros) cuyo importe engrosó la Real Hacienda. Posteriormente, se paralizaron las reformas de tenencia de la tierra y ésta fue pasando de unas manos a otras por sucesión o por esporádicas ventas. Los grandes terratenientes siguieron siendo la Corona (dueña del suelo de las encomiendas y de los indios puestos en la Corona), los Cabildos (de la propiedad colectiva), los criollos (que configuraron los patrimonios familiares) y la Iglesia. Esta última se convirtió con el transcurso de los años en el primer propietario de tierras, pues invirtió en ellas sus ingresos procedentes de diezmos, donaciones y legados testamentarios. Por principios morales no podía especular con el dinero y su capacidad de inversión en la construcción de iglesias monumentales se saturó pronto. En cualquier caso, el mercado de tierras fue muy escaso, ya que ni la Iglesia, ni la Corona, ni los Cabildos se desprendían de ellas y las de los particulares se transmitían mediante mecanismos de mayorazgo y dote. Los más perjudicados por esta situación fueron los mestizos, a los que se les negó así la única oportunidad de acceder a ellas.